El viejo y el mar. Y el extraño. Y el Kraken.
Relato de Pedro Escudero Zumel
Ilustraciones de Paco Roca
Los monstruos, como los textos, no se convierten en clásicos gracias a modas pasajeras, si no porque tienen algo que los diferencia, que los hace únicos y consigue que su simple mención evoque imágenes de perdición. El Kraken, como otros muchos, se esconde allá donde no podemos llegar, en las profundidades, un reino tan brumoso como incierta es la noche y sus bestias. Pero nada sería del Kraken -ni de ningún otro horror- sin su contrapartida humana, quien tiene la mitad de la fórmula de la oscuridad.
El extraño llegó por el sendero del risco. Cojeaba de la pierna derecha, no de un modo pronunciado, sino con un ligero vaivén, como una barca amarrada en un día de leve marejada. Caminó arrebujado en su abrigo, con una mano escondida en el bolsillo y la otra agarrando una enorme bolsa de lona. El cielo estaba encapotado y soplaba viento del norte. No le importó. Avanzó hacia la cabaña sin aminorar la pausada cadencia de sus pasos. Lento pero seguro, firme; daba la impresión de que nada podría hacerle detener si él no lo deseaba, que ningún obstáculo se interpondría en su camino.
El abuelo Damián le observó sentado en su taburete mientras se aproximaba, sin dejar de limpiar las sardinas que había pescado aquella mañana. Sus manos callosas manejaban con sorprendente destreza el cuchillo. Un tajo, la cabeza en el cubo; dos tajos, las tripas. Durante un instante contemplé entre sus dedos cómo el extraño se acercaba. Di un respingo. La lentitud de uno y la viveza del otro se entremezclaban en un singular cuadro. Fue como si el aceite y el agua se fundieran. Algo antinatural, pero deseado.
—Viene alguien —dije.
—Ya.
Lacónico. Tajante. Nunca he conocido a nadie capaz de cortar con las palabras como él. Alguien particular, mi abuelo. Vivía en una cabaña junto al acantilado, distante del mundo, pero no ajeno a él. Se ganaba bien la vida dando friegas con alcohol de romero para aliviar los dolores de espalda y vendiendo el aguardiente que destilaba en su propio alambique. Pero su gran pasión era la mar. Siempre que podía salía por las mañanas a pescar en su barca. En ocasiones se perdía durante días en aquel viejo cascarón. Yo le adoraba. Mi madre permitía que pasara con él buena parte de las vacaciones, pese a que mi padre le detestaba. El resentimiento era mutuo.
El hombre se detuvo a unos pasos de nosotros y dejó la bolsa en el suelo. Varias cicatrices cruzaban su rostro, tenía la nariz achatada como los boxeadores y el mentón ligeramente desencajado hacia la derecha. Y, pese a todas sus deformaciones, su altura, sus hombros anchos y, en especial, su actitud conseguían hacer de él una figura imponente. Tenía su atractivo.
—Vengo a matar al Kraken —anunció.
—Claro —respondió mi abuelo como si no le diera mayor importancia al asunto.
Se frotó las manos en un trapo sucio y le tendió la petaca al extraño.
—¿Un cigarro?
—De algo hay que morir.
Ambos rieron la gracia entre dientes, como si les costara. Fumaron en silencio, apurando cada calada y mirando la mar con los ojos entrecerrados; con esa mirada de marinero viejo y resabido que la ama y desconfía a partes iguales de ella. Sólo los listos llegan a viejos, decía mi abuelo, y además teniendo mucha suerte, sentenciaba.
—¿Cuántas van? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis? —preguntó al extraño.
—Veintinueve —respondió el otro exhalando una vaharada de humo azul grisáceo.
Después arrojó la colilla con un movimiento brusco y cargado de rabia. Su cara se crispó.
—De algo hay que morir —añadió, pero en aquella ocasión no rieron, sino que se quedaron cabizbajos, cada cual perdido en sus propias cavilaciones.
—En ocasiones es bueno saber hasta dónde podemos llegar —dijo mi abuelo pasado un rato.
—Esta vez será distinto.
—Claro.
—Lo será. Hoy morirá.
El extraño sacó una botella de la bolsa y la dejó junto al pescado.
—Brinda esta noche por mí, viejo.
—Brindaremos juntos, cuando te recuperes.
—¡Vete al diablo! —estalló el extraño. Su aspecto era tétrico con su cuerpo deformado iluminado por la luz mortecina del ocaso de aquel día gris—. Mira esto —dijo sacando varios arpones de la bolsa—. Éste es eléctrico, podría freír a una ballena; y éste cuando se clava se expande, es como si mil cuchillas de afeitar rajasen la carne; y éste estalla; y éste está impregnado con veneno, una toxina tan fuerte que una sola gota mataría a centenares de personas.
Resopló y miró desafiante al abuelo. La rechinaban los dientes. Yo me quedé muy quieta, sentada en el suelo sin atreverme apenas a respirar.
—No te enfrentas a una ballena, ni a centenares de personas, sino al Kraken.
—Qué, viejo, ¿aún crees que ese cabrón tiene alguna oportunidad?
—Las tiene todas, y lo sabes. Es una bestia de otra época. Sabia como el tiempo, como el mal. Déjalo ya, abandona.
Estaba asustada, jamás había visto a mi abuelo tan alterado. Los labios le temblaban y apretaba tan fuerte el cuchillo que los dedos se le estaban poniendo morados. Pensé que el extraño respondería gritando, y que todo terminaría en una pelea, pero recogió los arpones sin decir palabra y emprendió el camino de la playa.
—Te deseo suerte —susurró mi abuelo.
No sé porqué, pero de vez en cuando esa escena regresa a mis sueños: El extraño alejándose por el escarpado sendero del risco, y mi abuelo susurrando aquellas palabras. Sólo que en mis sueños las palabras son distintas:
-Te deseo muerte.
—¿Podré ver al Kraken? —pregunté con esa ilusión por lo prohibido que tienen los niños.
Las leyendas del Kraken eran un clásico. Los chavales de toda la comarca contábamos sus historias al anochecer, iluminados por una linterna en las cuevas de Cabo de Ajo. Cuando había suerte conseguíamos que un viejo marinero o una viuda nos contaran nuevos detalles. El abuelo no me contestó, entró en la cabaña y salió al poco con un fajo enrollado y prieto de billetes de cinco mil pesetas.
—Vete al pueblo y compra una vaca preñada.
—¿Y si no quieren vendérmela?
—Saben que eres mi nieta, te la venderán.
Cuando regresé la noche había metamorfoseado el azul en negro. El faro de Punta Chilotes señalaba la ruta segura a los barcos de cabotaje. El viento ya no soplaba, pero había refrescado. Mi abuelo me esperaba a la puerta de su casa con el capote de salir a pescar puesto. Agarró la soga con la que guiaba a la vaca y la ató a un poste.
—Vamos.
—¿A dónde?
—¿No querías ver al Kraken?
Dudé un instante, no pensaba que me lo permitiera.
—¡Sí! —respondí alborozada. Qué ingenua fui.
Bajamos a la cala donde tenía su barca; una bonita barca pintada a franjas azules y verdes. Con ella aprendí a calafatear, a guiarme por las estrellas, a escoger el mejor cebo para cada tipo de pescado, a tener la seguridad de que la mar es traicionera, y otras muchas cosas que en las madrugadas de pesadillas desearía no saber. Pero yo lo pedí así, nadie me obligó a nada. Ojalá lo hubieran hecho. Tendría el alma más pura y mi conciencia estaría tranquila. La noche era oscura. El agua se extendía frente a nosotros como un manto negro que raspaba la orilla con un suave murmullo. Me enfadé. No podría ver al Kraken. En la penumbra apenas distinguía la silueta del abuelo Damián.
—Va despejar —pronosticó como si pudiera leer mis pensamientos.
Una tibia brisa de levante arrastró las nubes, ratificando sus palabras. La Luna, pálida y redonda, quedó al descubierto. Parecía a punto de arrojarse sobre las aguas que, en función de algún extraño efecto óptico, se negaban a reflejarla. Aquel viento sonaba a hueco y parecía que arrastraba unas palabras, un murmullo, algo que casi podías entender, pero que se te escurría como la fina arena de playa entre los dedos.
—¿Por qué lo hace? ¿Por qué quiere cazar al Kraken? ¿Está loco?
—Sí, eso es, está loco.
Encendió una cerilla y prendió un cigarro. Sus ojos se iluminaron durante un instante. Eran dos pozos negros en los que las pupilas habían devorado al iris. No pude evitar dar un paso atrás.
—Tienes que ir aprendiendo a tener cuidado con lo que preguntas, porque lo mismo te contestan —me advirtió.
Entonces, entre calada y calada, con esa voz rasposa de marinero fumador que ha pasado muchas guardias entre la niebla, me contó la historia del extraño:
“Se llama Santiago, como el apóstol. Llegó hará unos treinta y cinco años, y compró la casona de Monchico. La reparó sin tener en cuenta gastos. Se conoce que era un rico heredero, pero no de esos que se pasan todo el día rascándose la barriga. No, a éste le gustaba hacer cosas. No paraba de meterse en lo que él llamaba desafíos. Lo mismo subía la montaña más alta del mundo que le daba por bajar en canoa por un río peligroso. Sé todo esto porque estuve en muchas de sus expediciones.
>>Una mañana se presentó aquí y me pidió que le acompañara en un viaje en barcaza. Quería llegar al Polo Norte. Le dije que había muchos marineros en la zona, que porqué no se lo ofrecía a ellos. Me contestó que porque él buscaba a los mejores, y que muchos habían tenido miedo y no querían acompañarle. Acepté. Pagaba bien y era un trabajo de mar, que es lo mío. La travesía fue difícil, no he pasado tanto frío en mi vida. Una mañana encontramos a uno de los tripulantes tieso como un madero. Se había quedado congelado. Otro par de ellos se fueron por la borda en una tormenta. Sí, fue un viaje duro, pero al final volvimos con muchas historias que contar. No me las preguntes ahora, que no es el momento; cuando seas más mayor ya te contaré, si quieres.
>>Nos hicimos buenos amigos, no hay nada que una más a dos hombres que haber pasado juntos las de Caín. Él siguió con sus expediciones y yo le acompañé en casi todas, sólo me salté unas pocas que hizo por el desierto. Yo soy hombre agua, no de polvo, que para el polvo ya está toda la eternidad.
>>Se moderó un poco cuando se casó. Estuvo un par de años sin apenas moverse. Cambió las aventuras por viajes caros a ciudades de toda Europa. Todavía tengo por ahí alguno de los recuerdos que me traía. Pasó demasiado tiempo por aquí, y ya sabes cómo le gusta hablar a la gente. Demasiado. El caso es que empezó a darle vueltas a las leyendas del Kraken. Si hubiera sido otro se hubiera reído de ellas, pero habíamos visto cosas extrañas en nuestros viajes, tanto o más que esa maldita bestia de las profundidades.
>>Poco después de que su mujer quedara embarazada por segunda vez, vino a verme para que le acompañara a cazar al Kraken. Compró el mejor barco que se podía conseguir con dinero y lo equipó con los aparatos más modernos. Ni sé lo que le costaría, ni los permisos que tuvo que conseguir, pero lo armó como si fuera un buque de guerra. Contrató a los mejores de cada lugar: mercenarios sudafricanos, arponeros noruegos, marineros andaluces, gallegos y vascos, cazadores de tiburones chinos y técnicos de radar americanos. A mí me nombró capitán. Tenías que haberlo visto. Era una embarcación sólida, de las que da gusto contemplar mientras navega. Ciento treinta y dos metros de eslora, veintiséis de manga y veintiocho nudos de velocidad. Tenía unas torretas de cañones para arpones a proa y popa, igual que los acorazados. Una preciosidad. La Santa Ana se llamaba, como tu abuela.
El abuelo Damián le observó sentado en su taburete mientras se aproximaba, sin dejar de limpiar las sardinas que había pescado aquella mañana. Sus manos callosas manejaban con sorprendente destreza el cuchillo. Un tajo, la cabeza en el cubo; dos tajos, las tripas. Durante un instante contemplé entre sus dedos cómo el extraño se acercaba. Di un respingo. La lentitud de uno y la viveza del otro se entremezclaban en un singular cuadro. Fue como si el aceite y el agua se fundieran. Algo antinatural, pero deseado.
—Viene alguien —dije.
—Ya.
Lacónico. Tajante. Nunca he conocido a nadie capaz de cortar con las palabras como él. Alguien particular, mi abuelo. Vivía en una cabaña junto al acantilado, distante del mundo, pero no ajeno a él. Se ganaba bien la vida dando friegas con alcohol de romero para aliviar los dolores de espalda y vendiendo el aguardiente que destilaba en su propio alambique. Pero su gran pasión era la mar. Siempre que podía salía por las mañanas a pescar en su barca. En ocasiones se perdía durante días en aquel viejo cascarón. Yo le adoraba. Mi madre permitía que pasara con él buena parte de las vacaciones, pese a que mi padre le detestaba. El resentimiento era mutuo.
El hombre se detuvo a unos pasos de nosotros y dejó la bolsa en el suelo. Varias cicatrices cruzaban su rostro, tenía la nariz achatada como los boxeadores y el mentón ligeramente desencajado hacia la derecha. Y, pese a todas sus deformaciones, su altura, sus hombros anchos y, en especial, su actitud conseguían hacer de él una figura imponente. Tenía su atractivo.
—Vengo a matar al Kraken —anunció.
—Claro —respondió mi abuelo como si no le diera mayor importancia al asunto.
Se frotó las manos en un trapo sucio y le tendió la petaca al extraño.
—¿Un cigarro?
—De algo hay que morir.
Ambos rieron la gracia entre dientes, como si les costara. Fumaron en silencio, apurando cada calada y mirando la mar con los ojos entrecerrados; con esa mirada de marinero viejo y resabido que la ama y desconfía a partes iguales de ella. Sólo los listos llegan a viejos, decía mi abuelo, y además teniendo mucha suerte, sentenciaba.
—¿Cuántas van? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis? —preguntó al extraño.
—Veintinueve —respondió el otro exhalando una vaharada de humo azul grisáceo.
Después arrojó la colilla con un movimiento brusco y cargado de rabia. Su cara se crispó.
—De algo hay que morir —añadió, pero en aquella ocasión no rieron, sino que se quedaron cabizbajos, cada cual perdido en sus propias cavilaciones.
—En ocasiones es bueno saber hasta dónde podemos llegar —dijo mi abuelo pasado un rato.
—Esta vez será distinto.
—Claro.
—Lo será. Hoy morirá.
El extraño sacó una botella de la bolsa y la dejó junto al pescado.
—Brinda esta noche por mí, viejo.
—Brindaremos juntos, cuando te recuperes.
—¡Vete al diablo! —estalló el extraño. Su aspecto era tétrico con su cuerpo deformado iluminado por la luz mortecina del ocaso de aquel día gris—. Mira esto —dijo sacando varios arpones de la bolsa—. Éste es eléctrico, podría freír a una ballena; y éste cuando se clava se expande, es como si mil cuchillas de afeitar rajasen la carne; y éste estalla; y éste está impregnado con veneno, una toxina tan fuerte que una sola gota mataría a centenares de personas.
Resopló y miró desafiante al abuelo. La rechinaban los dientes. Yo me quedé muy quieta, sentada en el suelo sin atreverme apenas a respirar.
—No te enfrentas a una ballena, ni a centenares de personas, sino al Kraken.
—Qué, viejo, ¿aún crees que ese cabrón tiene alguna oportunidad?
—Las tiene todas, y lo sabes. Es una bestia de otra época. Sabia como el tiempo, como el mal. Déjalo ya, abandona.
Estaba asustada, jamás había visto a mi abuelo tan alterado. Los labios le temblaban y apretaba tan fuerte el cuchillo que los dedos se le estaban poniendo morados. Pensé que el extraño respondería gritando, y que todo terminaría en una pelea, pero recogió los arpones sin decir palabra y emprendió el camino de la playa.
—Te deseo suerte —susurró mi abuelo.
No sé porqué, pero de vez en cuando esa escena regresa a mis sueños: El extraño alejándose por el escarpado sendero del risco, y mi abuelo susurrando aquellas palabras. Sólo que en mis sueños las palabras son distintas:
-Te deseo muerte.
—¿Podré ver al Kraken? —pregunté con esa ilusión por lo prohibido que tienen los niños.
Las leyendas del Kraken eran un clásico. Los chavales de toda la comarca contábamos sus historias al anochecer, iluminados por una linterna en las cuevas de Cabo de Ajo. Cuando había suerte conseguíamos que un viejo marinero o una viuda nos contaran nuevos detalles. El abuelo no me contestó, entró en la cabaña y salió al poco con un fajo enrollado y prieto de billetes de cinco mil pesetas.
—Vete al pueblo y compra una vaca preñada.
—¿Y si no quieren vendérmela?
—Saben que eres mi nieta, te la venderán.
Cuando regresé la noche había metamorfoseado el azul en negro. El faro de Punta Chilotes señalaba la ruta segura a los barcos de cabotaje. El viento ya no soplaba, pero había refrescado. Mi abuelo me esperaba a la puerta de su casa con el capote de salir a pescar puesto. Agarró la soga con la que guiaba a la vaca y la ató a un poste.
—Vamos.
—¿A dónde?
—¿No querías ver al Kraken?
Dudé un instante, no pensaba que me lo permitiera.
—¡Sí! —respondí alborozada. Qué ingenua fui.
Bajamos a la cala donde tenía su barca; una bonita barca pintada a franjas azules y verdes. Con ella aprendí a calafatear, a guiarme por las estrellas, a escoger el mejor cebo para cada tipo de pescado, a tener la seguridad de que la mar es traicionera, y otras muchas cosas que en las madrugadas de pesadillas desearía no saber. Pero yo lo pedí así, nadie me obligó a nada. Ojalá lo hubieran hecho. Tendría el alma más pura y mi conciencia estaría tranquila. La noche era oscura. El agua se extendía frente a nosotros como un manto negro que raspaba la orilla con un suave murmullo. Me enfadé. No podría ver al Kraken. En la penumbra apenas distinguía la silueta del abuelo Damián.
—Va despejar —pronosticó como si pudiera leer mis pensamientos.
Una tibia brisa de levante arrastró las nubes, ratificando sus palabras. La Luna, pálida y redonda, quedó al descubierto. Parecía a punto de arrojarse sobre las aguas que, en función de algún extraño efecto óptico, se negaban a reflejarla. Aquel viento sonaba a hueco y parecía que arrastraba unas palabras, un murmullo, algo que casi podías entender, pero que se te escurría como la fina arena de playa entre los dedos.
—¿Por qué lo hace? ¿Por qué quiere cazar al Kraken? ¿Está loco?
—Sí, eso es, está loco.
Encendió una cerilla y prendió un cigarro. Sus ojos se iluminaron durante un instante. Eran dos pozos negros en los que las pupilas habían devorado al iris. No pude evitar dar un paso atrás.
—Tienes que ir aprendiendo a tener cuidado con lo que preguntas, porque lo mismo te contestan —me advirtió.
Entonces, entre calada y calada, con esa voz rasposa de marinero fumador que ha pasado muchas guardias entre la niebla, me contó la historia del extraño:
“Se llama Santiago, como el apóstol. Llegó hará unos treinta y cinco años, y compró la casona de Monchico. La reparó sin tener en cuenta gastos. Se conoce que era un rico heredero, pero no de esos que se pasan todo el día rascándose la barriga. No, a éste le gustaba hacer cosas. No paraba de meterse en lo que él llamaba desafíos. Lo mismo subía la montaña más alta del mundo que le daba por bajar en canoa por un río peligroso. Sé todo esto porque estuve en muchas de sus expediciones.
>>Una mañana se presentó aquí y me pidió que le acompañara en un viaje en barcaza. Quería llegar al Polo Norte. Le dije que había muchos marineros en la zona, que porqué no se lo ofrecía a ellos. Me contestó que porque él buscaba a los mejores, y que muchos habían tenido miedo y no querían acompañarle. Acepté. Pagaba bien y era un trabajo de mar, que es lo mío. La travesía fue difícil, no he pasado tanto frío en mi vida. Una mañana encontramos a uno de los tripulantes tieso como un madero. Se había quedado congelado. Otro par de ellos se fueron por la borda en una tormenta. Sí, fue un viaje duro, pero al final volvimos con muchas historias que contar. No me las preguntes ahora, que no es el momento; cuando seas más mayor ya te contaré, si quieres.
>>Nos hicimos buenos amigos, no hay nada que una más a dos hombres que haber pasado juntos las de Caín. Él siguió con sus expediciones y yo le acompañé en casi todas, sólo me salté unas pocas que hizo por el desierto. Yo soy hombre agua, no de polvo, que para el polvo ya está toda la eternidad.
>>Se moderó un poco cuando se casó. Estuvo un par de años sin apenas moverse. Cambió las aventuras por viajes caros a ciudades de toda Europa. Todavía tengo por ahí alguno de los recuerdos que me traía. Pasó demasiado tiempo por aquí, y ya sabes cómo le gusta hablar a la gente. Demasiado. El caso es que empezó a darle vueltas a las leyendas del Kraken. Si hubiera sido otro se hubiera reído de ellas, pero habíamos visto cosas extrañas en nuestros viajes, tanto o más que esa maldita bestia de las profundidades.
>>Poco después de que su mujer quedara embarazada por segunda vez, vino a verme para que le acompañara a cazar al Kraken. Compró el mejor barco que se podía conseguir con dinero y lo equipó con los aparatos más modernos. Ni sé lo que le costaría, ni los permisos que tuvo que conseguir, pero lo armó como si fuera un buque de guerra. Contrató a los mejores de cada lugar: mercenarios sudafricanos, arponeros noruegos, marineros andaluces, gallegos y vascos, cazadores de tiburones chinos y técnicos de radar americanos. A mí me nombró capitán. Tenías que haberlo visto. Era una embarcación sólida, de las que da gusto contemplar mientras navega. Ciento treinta y dos metros de eslora, veintiséis de manga y veintiocho nudos de velocidad. Tenía unas torretas de cañones para arpones a proa y popa, igual que los acorazados. Una preciosidad. La Santa Ana se llamaba, como tu abuela.
>>Las leyendas decían que el Kraken tenía su nido en el cantábrico norte, y para allá que fuimos. Era el mes de noviembre. La mar estuvo picada durante el viaje y amenazaba galerna, pero no nos íbamos a achantar por eso. La gente dura pasa una línea y sabe lo que tiene que hacer. Muchos de los tripulantes pensaban que era cosa de locos, el capricho de un señorito rico, pero la paga era buena, muy buena. Total que se guardaron sus opiniones para ellos. Tardaron poco en creer. Cuando llegamos nos estaba esperando. No me mires así, no pienses en él como si fuera un animal. No lo es. Recuérdalo bien, y aprende de tus mayores.
>>El día estaba despejado, ni una nube, oye. El primero desde que salimos de puerto. La mar brillaba bajo el sol. Ya sé que las historias dicen que sólo sale las noches más oscuras, y que hasta el brillo de la Luna le molesta; pero también puede salir de día, aunque prefiera la noche, supongo que porque le recordará las profundidades. Apareció a lo lejos, justo más allá del alcance de nuestras armas. Salió del agua muy despacio. Fue como sin una montaña se levantara delante de nosotros. Una única onda de agua nos golpeó por proa. El barco se bamboleó como si fuera una cáscara. Todos estábamos en cubierta. Sólo se podía oír la respiración agitada y entrecortada de los hombres. Su sombra era tan grande que llegaba a nosotros. Y aquella mirada… esos dos enormes ojos sin párpados. ¿Te has asomado alguna vez por el borde del acantilado? No le mientas a tu abuelo. Sé que lo has hecho, todos lo hacemos, aunque no se deba, hacemos muchas cosas por curiosidad aunque no sean buenas; demasiadas.
>>Entonces, como vino se fue. Se sumergió en el agua y desapareció. Di las órdenes para que nos preparáramos. Con un bicho así uno no se podía andar con zarandajas. Podía ser grande, pero nosotros teníamos artillería para tumbar lo que se nos pusiera por delante; o eso es lo que creíamos. El caso es que no aparecía por ninguna parte. El radar no servía para detectarle, no me digas porqué. Jugaba con nosotros. Se dejaba ver aquí y allá. Hacía que le fuéramos persiguiendo. Pasamos un par de semanas dando vueltas a lo tonto. Hubo un radarista, Robert se llamaba, que ideó una manera de dar con él. Trianguló la señal, o algo así. Un buen chaval el americano ése. Ahora vive en el desierto de Arizona y no se acerca al agua ni aunque esté en un barreño.
>>Una vez localizado, nos dirigimos directamente a por él. Estoy seguro de que podría habernos evitado, o huido, si le hubiera apetecido, pero se había dado cuenta de que no podía seguir jugueteando con nosotros, al menos no de aquella manera.
>>Tal y como esperábamos, nos embistió por debajo. Dejamos caer los bidones con las cargas de profundidad. Pensábamos que con eso le mataríamos, o le heriríamos de gravedad. Nos equivocamos. Los tentáculos surgieron a derecha e izquierda y se enredaron a las barandillas, reventaron los ojos de buey y se agarraron a los huecos vacíos. Cortamos, disparamos, quemamos y arponeamos, pero fue inútil. El casco crujió, los remaches saltaron y las planchas de acero se doblaron. No podía creer lo que estaba pasando. Le estábamos dando con todo lo que teníamos y no hacía caso. Entonces nos hundió. ¿Te imaginas? Un barco de mil doscientas toneladas y doble casco, y tiró de él hacia el fondo como si fuera un cascarón. Nos tuvo bajo el agua sólo un momento, lo justo para librarse de nuestras picaduras, después nos saco fuera otra vez. El agua se volvió negra, no, no creas que era tinta, ni se te ocurra compararle con un calamar, ya te he dicho que no cometas ese error. Todo burbujeaba a nuestro alrededor. El acero se derretía y despedía nubes de vapor venenoso. Me encerré en la cabina. Algunos cayeron por la borda entre arcadas. Recuerdo sus gritos, jamás podré olvidarlos. Nos pudo matar, pero no era nuestra muerte lo que buscaba, sino nuestro miedo. Alzó el buque sobre las aguas, lo zarandeó, y al final lo lanzó como si no fuera más que una tabla vieja que hay que descartar.
>>Aparecieron náufragos de nuestro barco desde Finisterre hasta San Juan de Luz, allá en Francia. Y así hicimos su voluntad, aún sin saberlo. Propagamos las leyendas y el miedo por toda la costa, como él quería. Por supuesto, los que mandan no nos creyeron, pero las gentes de la costa sí, y los viejos marineros asintieron y añadieron una historia a las que ya conocían.
>>Lo peor no había pasado. Eso vino cuando volvimos a casa. Tiene poder más allá de la mar, porque el agua llega a cada rincón del mundo. Además es malo y listo, una cosa podrida y vieja con una inteligencia afilada como… como un anzuelo para atunes. He visto lo que puede hacer, cómo ha torturado y castigado a la tripulación del Santa Ana, cómo ha destruido su vida y matado su ilusión. Con los años, sus planes tienen cierto sentido, tonterías y casualidades encajan para formar algo que se me escapa. Me dan mareos, es mejor dejarlo. Prefiero no entenderlo. Me volvería loco; a alguno ya le pasó. Cuando tú vas, él vuelve.
>>Había matado a la mujer y al hijo de Santi. Y también a Ana, tu abuela. No me preguntes detalles. Hay cosas de las que prefiero no hablar. Recuerdo la mañana que volvimos al pueblo. Nadie nos había dicho nada. Matías, el pastor, me contó que nuestros gritos de rabia y dolor se oyeron desde la Punta de Viantre hasta los montes de Tordehumos; y que las maldiciones y juramentos hicieron que las beatas se santiguaran y encargaran misas por los difuntos, más por apaciguar sus temores que por la salvación de las almas de los muertos.
>>Aquella madrugada bajamos al puerto afónicos y borrachos como cubas. Ese hijo de puta nos estaba esperando, desafiándonos para que fuéramos a por él, metiendo el dedo en la llaga. Su forma se adivinaba sobre la superficie, era un pozo negro en el que no había reflejo alguno y las estrellas no brillaban. Santi no pudo contenerse y se adentró en las aguas buscando venganza. Intenté impedírselo, pero fue inútil. Observé desde el espigón cómo jugaba con él. Le lanzaba al aire como si fuera un pelele, le sumergía en el agua helada hasta casi ahogarle y de vez en cuando le rompía un hueso. Los gritos se escucharon por toda la bahía, pero nadie vino a ayudar, ni un curioso se acercó allí. Incluso los incrédulos aseguraron las puertas de sus casas y se escondieron bajo las mantas. Los más sacaron las botellas de aguardiente para no oír nada.
>>Recé porque terminara con su sufrimiento y le matara. Pero no lo hizo, forma parte de su crueldad. Le arrebató cuanto más amaba por desafiarle, por cometer el error de confundirle con un animal, cuando es un ser del abismo, uno de esos demonios que se señalaban en las viejas cartas de navegación. Es eso, y algo peor, oscuro, antiguo y maligno que aguarda su momento en los abismos de las profundidades marinas. En lugares donde la luz del sol jamás ha llegado, donde nada ha cambiado y es mejor no adentrarse.
>>Desde aquel día Santi regresa para retarle al menos una vez al año, y el Kraken le espera para partirle los huesos y humillarle una vez más. Y yo… yo, yo... me dedico a mis cosas.
Me había contado la historia, pero con el conocimiento llegaron más preguntas. Con el tiempo averigüé que la sabiduría arcana es un pozo de cieno: para llegar has de embarrarte, hundiéndote un poco más a cada paso, y una pregunta te lleva a otra y a otra…
—Pero… si mató a la abuela, ¿por qué no le ayudaste a matarlo?
—Tu madre seguía viva.
Permanecimos en silencio, escuchando las olas y el canto de las cigarras que se escondían entre la junquera que marcaba el límite entre la arena de la playa y el pedregal. No me atrevía a preguntar más sobre el Kraken. Tenía miedo, pero ansiaba verle. Así somos: sabemos lo que está bien y lo que no, e intentamos comportarnos con rectitud, pero lo prohibido nos produce una curiosidad malsana que suele ser nuestra perdición. Un zumbido al este nos anunció la llegada del actor protagonista de aquel drama. La zodiac botaba sobre la superficie como si fuera un animal enfurecido. El extraño —pues para mí siempre será el extraño y Santiago el nombre de un personaje de una vieja historia del abuelo— se mantenía en un asombroso equilibrio, de pie, con una mano guiando el timón del motor, y la otra alzando uno de los mortíferos arpones sobre su cabeza. En un instante desapareció. Fue un parpadeo. Si hubiera girado la cabeza no lo hubiera visto. La lancha, el motor, el extraño y el arpón fueron succionados. Las aguas se lo tragaron todo sin un ruido. Creí ver unas sombras fugaces, pero aún hoy día dudo si alcancé a ver nada que no fuera ausencia. La mar quedó tranquila, como si nada hubiera sucedido.
—Se lo ha tragado —dije horrorizada.
El abuelo Damián negó con la cabeza.
—Al amanecer le encontrarán flotando a la deriva en alguna playa.
Todavía estuvimos bastante tiempo sentados sobre la arena húmeda. Yo sobrecogida por lo que acababa de ver, él dándome tiempo para que me repusiera. Cuando juzgó que ya debería haberme tranquilizado se levantó y me dijo:
—Todavía tenemos que hacer algo antes de que salga el Sol.
—¿El qué?
—¿Para qué crees que te mandé comprar una vaca?
No contesté, comenzaba a temer más las preguntas que la ignorancia.
Regresamos a la cabaña y el abuelo desató la soga y tiró de la vaca, que de algún modo anticipó su destino y se resistió con todo su empeño. Yo le miraba todavía atontada y temiéndome lo que le iba a ocurrir a aquel pobre animal que yo misma había traído aquella noche.
—Verónica, coge el chubasquero —me ordenó.
No discutí.
Arrastramos al animal hasta un risco. El lugar tenía un olor penetrante y desagradable, algo que ascendía desde el mismo suelo, filtrándose entre la hierba rala y amarillenta y desafiando al propio salitre.
Al poco, llegó el Kraken, como un rumor. Ocultando la Luna. Inmenso. Era una enorme montaña que se había deslizado fuera del agua en apenas un instante; un apéndice palpitante y húmedo del risco. Nos contemplaba desde la altura. Entonces acepté la verdad de la historia. No era un animal. Sus ojos sin párpados eran humanos, no encuentro otro modo para definirlos. Dos globos oculares con unos iris de color violeta intenso, y unas pupilas que escrutaban cada uno de nuestros movimientos.
La vaca mugía y pateaba contra el suelo, pero la presa firme del abuelo Damián impedía que huyera. Un tentáculo se deslizó sobre la hierba, se arqueó y pasó sobre el lomo de la vaca. La pobre se orinó encima. Entonces, el Kraken presionó contra el suelo. El chasquido de las cuatro patas del infortunado animal al quebrarse me cortó la respiración. Un mugido prolongado y lastimero se entremezcló con una letanía que mi abuelo comenzó a entonar con voz ronca. Me apretó la mano y me urgió con un movimiento de cabeza para que le imitara. Sólo entonces reparé en el tentáculo que reptaba en mi dirección. A duras penas conseguí que un sofocado hilillo de voz saliera de mis labios. Aquel apéndice que prometía muerte detuvo su avance, pero no se retiró.
Alzó a la vaca sobre nuestras cabezas, y comenzó a retorcerla lentamente durante lo que se me pareció una eternidad. Me tapé los oídos con las manos. El lúgubre lamento del animal me taladraba hasta alcanzar lo más profundo de mi ser, donde continúa resonando en mis pesadillas. Los mugidos se apagaron. Bajé las manos, dejándolas caer pesadamente junto a mis caderas. Entonces escuché el chasquido de los músculos, los tendones y la piel al rasgarse. La sangre se derramó como un torrente.
Chillé como jamás volvería a hacerlo.
Chillé mientras pedazos de vísceras caían a mi alrededor.
Chillé hasta que mi garganta se negó a continuar, convertida en esparto.
Chillé y murió algo en mí. Creo que fue la inocencia.
Y mientras, aquella maldita aberración abandonó la costa con su ofrenda, tal y como llegó, sin que las aguas delataran su paso. Así es él, un murmullo que va y viene.
—¿Por qué? —acerté a preguntar con voz ahogada.
—He visto mucho, mi-hija. Muchas cosas en este mundo que se escapan a nuestro entendimiento. No se aprenden en los libros, al menos no en aquellos que es bueno leer. Hay tres tipos de monstruos: los que hay que destruir, no importa lo que cueste; aquéllos de los que hay que huir y combatir sólo si estás acorralado; y los que hay que aplacar porque están más allá de nuestra comprensión. Y de éstos últimos yo sólo conozco al Kraken.
Todavía hoy recuerdo sus palabras, por eso prefiero alejarme de los seres que no puedo abatir y centrarme en los que pueden ser destruidos. Ésa fue una de sus primeras lecciones, y sin duda de las más valiosas.
Verano a verano, fui aprendiendo los secretos del abuelo. Cuando cumplí los dieciocho me fui a vivir con él. Allí estuve hasta que no tuvo más que enseñarme; y entonces, cuando más me necesitaba, cuando sus dedos, antaño hábiles, se convirtieron en unos garfios curvados por la artritis, y sus ojos estaban comidos por las cataratas, le abandoné para continuar aprendiendo. Marché con su bendición, pero eso no me exculpa de mis pecados. Pese a todo, mi sangre tiene una deuda con esa bestia, y una vez al año acudo a la vieja cabaña del abuelo, limpio su tumba y la adorno con crisantemos y gardenias, compro una vaca preñada, y espero a que el extraño se acerque por el sendero del risco con su caminar renqueante y su mirada de odio.
—Al amanecer le encontrarán flotando a la deriva en alguna playa.
Todavía estuvimos bastante tiempo sentados sobre la arena húmeda. Yo sobrecogida por lo que acababa de ver, él dándome tiempo para que me repusiera. Cuando juzgó que ya debería haberme tranquilizado se levantó y me dijo:
—Todavía tenemos que hacer algo antes de que salga el Sol.
—¿El qué?
—¿Para qué crees que te mandé comprar una vaca?
No contesté, comenzaba a temer más las preguntas que la ignorancia.
Regresamos a la cabaña y el abuelo desató la soga y tiró de la vaca, que de algún modo anticipó su destino y se resistió con todo su empeño. Yo le miraba todavía atontada y temiéndome lo que le iba a ocurrir a aquel pobre animal que yo misma había traído aquella noche.
—Verónica, coge el chubasquero —me ordenó.
No discutí.
Arrastramos al animal hasta un risco. El lugar tenía un olor penetrante y desagradable, algo que ascendía desde el mismo suelo, filtrándose entre la hierba rala y amarillenta y desafiando al propio salitre.
Al poco, llegó el Kraken, como un rumor. Ocultando la Luna. Inmenso. Era una enorme montaña que se había deslizado fuera del agua en apenas un instante; un apéndice palpitante y húmedo del risco. Nos contemplaba desde la altura. Entonces acepté la verdad de la historia. No era un animal. Sus ojos sin párpados eran humanos, no encuentro otro modo para definirlos. Dos globos oculares con unos iris de color violeta intenso, y unas pupilas que escrutaban cada uno de nuestros movimientos.
La vaca mugía y pateaba contra el suelo, pero la presa firme del abuelo Damián impedía que huyera. Un tentáculo se deslizó sobre la hierba, se arqueó y pasó sobre el lomo de la vaca. La pobre se orinó encima. Entonces, el Kraken presionó contra el suelo. El chasquido de las cuatro patas del infortunado animal al quebrarse me cortó la respiración. Un mugido prolongado y lastimero se entremezcló con una letanía que mi abuelo comenzó a entonar con voz ronca. Me apretó la mano y me urgió con un movimiento de cabeza para que le imitara. Sólo entonces reparé en el tentáculo que reptaba en mi dirección. A duras penas conseguí que un sofocado hilillo de voz saliera de mis labios. Aquel apéndice que prometía muerte detuvo su avance, pero no se retiró.
Alzó a la vaca sobre nuestras cabezas, y comenzó a retorcerla lentamente durante lo que se me pareció una eternidad. Me tapé los oídos con las manos. El lúgubre lamento del animal me taladraba hasta alcanzar lo más profundo de mi ser, donde continúa resonando en mis pesadillas. Los mugidos se apagaron. Bajé las manos, dejándolas caer pesadamente junto a mis caderas. Entonces escuché el chasquido de los músculos, los tendones y la piel al rasgarse. La sangre se derramó como un torrente.
Chillé como jamás volvería a hacerlo.
Chillé mientras pedazos de vísceras caían a mi alrededor.
Chillé hasta que mi garganta se negó a continuar, convertida en esparto.
Chillé y murió algo en mí. Creo que fue la inocencia.
Y mientras, aquella maldita aberración abandonó la costa con su ofrenda, tal y como llegó, sin que las aguas delataran su paso. Así es él, un murmullo que va y viene.
—¿Por qué? —acerté a preguntar con voz ahogada.
—He visto mucho, mi-hija. Muchas cosas en este mundo que se escapan a nuestro entendimiento. No se aprenden en los libros, al menos no en aquellos que es bueno leer. Hay tres tipos de monstruos: los que hay que destruir, no importa lo que cueste; aquéllos de los que hay que huir y combatir sólo si estás acorralado; y los que hay que aplacar porque están más allá de nuestra comprensión. Y de éstos últimos yo sólo conozco al Kraken.
Todavía hoy recuerdo sus palabras, por eso prefiero alejarme de los seres que no puedo abatir y centrarme en los que pueden ser destruidos. Ésa fue una de sus primeras lecciones, y sin duda de las más valiosas.
Verano a verano, fui aprendiendo los secretos del abuelo. Cuando cumplí los dieciocho me fui a vivir con él. Allí estuve hasta que no tuvo más que enseñarme; y entonces, cuando más me necesitaba, cuando sus dedos, antaño hábiles, se convirtieron en unos garfios curvados por la artritis, y sus ojos estaban comidos por las cataratas, le abandoné para continuar aprendiendo. Marché con su bendición, pero eso no me exculpa de mis pecados. Pese a todo, mi sangre tiene una deuda con esa bestia, y una vez al año acudo a la vieja cabaña del abuelo, limpio su tumba y la adorno con crisantemos y gardenias, compro una vaca preñada, y espero a que el extraño se acerque por el sendero del risco con su caminar renqueante y su mirada de odio.
© Pedro Escudero Zumel por el relato. 2008-2011
© Paco Roca por las ilustraciones. Febrero 2011